Clara ya tiene ordenador. Y cotufas.
El suyo se averió definitivamente y, tras un minucioso estudio de ayudas realizado por leopoldo —consciente de la frágil economía de la protagonista—, llegó a una conclusión tan insólita como eficaz: la partida destinada a la comida de Mina, la gata de Clara, sería la que permitiría comprar un nuevo PC.
La suma reservada para el sustento de la felina coincidía, casi al céntimo, con el importe necesario para que Clara pudiera seguir trabajando. Así que se acercó a la tienda de informática y, tras dejarse convencer por el vendedor, salió con un modelo de gama media que incluía un regalo completamente inesperado: una máquina de hacer palomitas, pequeño lujo que rozaba el sueño personal. Al fin y al cabo, la informática —todos lo saben— despierta un apetito compulsivo.
Todo quedó solucionado… excepto para Mina, cuya supervivencia quedaba ahora en entredicho.
En protesta silenciosa, la gata devoró la alfombra del comedor. Y cuando su voracidad se dirigió a las zapatillas de andar por casa, Clara —presa de un devastador sentimiento de culpa— abandonó su despacho-hogar en una búsqueda desesperada de sardinas: contenedores, accesos traseros de supermercados y puertas de restaurantes.
Tres raspas.
Pobre Mina.
Aun así, Clara intentó explicarle que el trabajo era la prioridad, y que ella también estaba haciendo sacrificios: su dieta, durante toda la semana, se redujo a cotufas.
Al terminar tan riguroso régimen, decidió recurrir a un recurso inesperado: editar cromos antiguos de la Pantera Rosa, lo que le dio margen para sobrevivir unos días más.
La cultura, al final, siempre ha vivido en esa frontera sutil entre la vocación y la esclavitud.
leopoldo
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