Frente a su PC. Recostado sobre él, leopoldo amaneció cadáver.
Todo por culpa de mi acogido, Hicham, empeñado obsesivamente en dejar todas las ventanas de casa abiertas “para que corra el aire”. Y eso que estamos viviendo unos días gélidos en A Coruña, que a mí me evocan los inviernos de Madrid. De nada sirve la magnífica calefacción de la que disponemos: su portentoso rendimiento queda anulado por esas tétricas corrientes bajo cero.
—Es que huele mal si no dejamos abierto —protesta el magrebí.
—Tampoco me tiro tantos pedos —le rebato—. En todo caso, es mejor vivir apestados que morir congelados.
Como suelo protestar ante la dinámica congeladora, Hicham se limita —en un gesto de falsa conciliación— a dejar abiertas tan solo “cuarta y media” de cada ventana. Suficiente para que se formen corrientes glaciares dignas de un documental del Ártico.
—Pues ciérralas tú —me dice mi amigo José, el taxista—. A ver quién gana: tú cerrándolas o él abriéndolas.
Pero mi concentración en el relato del día acabó costándome la vida. Imbuido hasta la médula en el poético argumento, olvidé las ventanas abiertas por obra y gracia del marroquí toca-pelotas. Y seguí escribiendo, relato tras relato. Hasta completar diez. Fue entonces cuando noté que lo único que respondía a las órdenes motoras de mi cerebro eran mis dedos tecleando. Y, poco después, también estos dejaron de obedecer.
leopoldo
Añadir comentario
Comentarios