Por aquel entonces vivíamos en Madrid, y aún éramos una familia feliz (mis padres se separarían más tarde). El paterno trabajaba como abogado en el Ministerio de la Vivienda. Jugábamos al tenis en el Club de Campo los fines de semana y soñábamos con tener un chalet en la sierra, que tendríamos más tarde en Becerril de la Sierra, con un jardinero. Faustino, que estuvo preso tras la guerra por Rojo, construyendo el aeropuerto de Lavacuolla. Mi tía Susana vivía enfrente de nosotros en la calle General Moscardó y tenía un caniche. “Gus”, que era nuestra envidia. Fumábamos en su balcón los cigarrillos que nos traía su hija azafata, Susanita. Y mi padre decidió comprar un perro, que, tras concienzudos estudios, debía ser un Cocker Spaniel.
Nos dirigimos a un piso donde los vendían. Y caímos enamorados de un cachorro de dicha raza que era de color “azul ruano”.
Mi padre, que todavía era un poeta y gran lector de poesía, sobre todo de Alberti y Rosalía de Castro, decidió llamarlo “Xeito”, hermosísima palabra gallega que puede traducirse por “gracioso”, aunque se usa sobre todo en la frase “tener xeito”, que es algo así como “tener maña”.
Para hacer las cosas bien, fuimos a registrar al nuevo componente de la familia. Y cuál fue nuestra triste sorpresa cuando nos dijeron que ese año los nombres de los cánidos debían empezar por “L”. Fue un duro golpe para el paterno, quien rebuscando en su alma albertiniana dijo: Se llamará “LORD XEITO DEL PALACIO DEL VILLAR”. No hubo objeción alguna de las autoridades al respecto.
leopoldo
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