Era como la guinda del pastel.
Cuando estábamos en pleno colocón medicamentoso de barbitúricos, los jueves, en la clínica psiquiátrica del doctor Arrojo, repartían cigarrillos, los más baratos habidos en el mercado: Celtas cortos sin filtro.
Todos los enfermos nos pasábamos hora y media escupiendo las hebras que se habían quedado adheridas a nuestros labios. El fuego nos lo daban también, pues estaba prohibido para evitar que los residentes nos prendiésemos fuego a las batas hasta morir a lo bonzo.
Y tanto el resto de pacientes, como yo, soñábamos con un ducados. “Pero doctor Kornes, con lo que nos clavan por estar ingresados, ¿no podían darnos de vez en cuando un rubio o cuando menos un Ducados?
Pero todos estábamos encantados haciendo figuritas de humo con los Celtas exhalados.
Yo tenía serias dificultades en unirme a la ceremonia, pues me había dicho el doctor Bellocino que “el tabaco me recordaría al hachís, que tanto mal me había hecho”. Pero como estaba colocadísimo de Roypnol el criterio profesional del doctor Bellocino me daba por culo. Mi paterno, ante autoridades profesionales como el doctor Kornes, añadía “y el cannabis todo el mundo sabe que es el primer paso para la heroína, que como sabe usted consumía ocasionalmente mi querido hijo”.
Así es que yo, para no despertar sospechas, cogía mis celtas y me limitaba a encenderlos con los cigarros de mis compañeros.
Nos quedábamos en un duermevela inhalando el humo de los cigarrillos de los pobres.
Mis amigos, Ricardo y Jesús, enfermeros, nos daban cigarrillos de extranjis cuando no miraban los doctores.
leopoldo
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