Estaba a las puertas del comedor social, con mi navaja, recortando una pieza de una placa de hachís, con Eusebio, recién salido de Teixeiro, cuando de repente se me deslizó mi arma con el hachís y ¡ZAS!, me corté la muñeca.
“Vente conmigo”, me dijo Eusebio cogiéndome de un brazo.
Y allí nos desplazamos: Eusebio no era mucho de fiar.
“Espera, que casi pido una ambulancia al Chuac, que esta mierda no para de sangrar”, le dije.
“Tranqui, que sé lo que hago”, dijo mi colega.
En mal momento decidí hacerle caso y le seguí al parque ubicado al final de Agra de Bragua. “Eusebio, que palmo”, dije.
“Este momento era justo lo que esperaba”, afirmó.
Y juntos nos sentamos en un banco del parque. Mi amigo se lió un porro, metiéndole al canuto unas rayas de lo que parecía coca.
“Estira el brazo”, dijo, al tiempo que me pasaba el porro condimentado. Y con su fular me hizo un torniquete.
“Fuma y pásame el teléfono de la ambulancia”, señaló.
Obedecí y a la primera calada sentí como mi herida mejoraba espiritualmente.
“Un chino de caballo y te curas”, dijo extrayendo un papel de plata, donde calentó con un mechero el caballo que había depositado.
Entonces, llamó a la ambulancia con el teléfono que yo había obtenido en Google. Y en veinte minutos llegó el coche redentor. Fuimos al Chuac, yo colocadísimo y me despedí de Eusebio. Fue con la sirena puesta y bajamos en Urgencias, donde una atractiva médica me puso tres grapas en la muñeca y me dio una chocolatina.
En ese plácido momento yo comprendí por qué había dicho Eusebio que ese era justo el momento que esperaba, pues entre la debilidad del corte y la droga viví el proceso curativo con absoluta placidez. Era feliz.
leopoldo
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