Estaba siempre gracioso sin serlo. Es decir, patético.
Iba sucio y mal vestido al comedor social de Boandanza.
Le daba la lata a Fina, mi Amor.
Y lo peor de todo, tenía un lobanillo en la cabeza que a mí por lo menos me daba muchísima grima.
Debía morir.
Así es que un día lo esperé a la salida del comedor social. Y seguí a José Antonio hasta su nueva casa. De la antigua lo habían echado recientemente.
Fue andando hasta la parada del autobús. Y cogió el 14. Yo lo seguí procurando no ser visto.
Bajamos en Los Mallos.
Como iba en babia, no me costó no ser visto. Entró en su casa. Y yo esperé cinco minutos y llamé a su casa.
“Hombre, Kiko. ¿Tú por aquí?”, me dijo.
“Pues sí, hijoputa. Vengo a matarte por pesado y para que muera contigo tu desagradable lobanillo”, le dije al tiempo que le cercenaba el cuello con mi afilada navaja.
Fui descubierto y encarcelado. Pero Fina —aun sintiéndolo por mi destino— se alegró mucho.
leopoldo
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