Ella llegó con su empatía y sus labios carnosos
a una vista judicial por el caso de violencia de género
del que había sido víctima.
Al verla entrar, todos —abogados, juristas, funcionarios—
se hicieron la misma pregunta silenciosa:
¿Cómo se puede maltratar a una mujer así, tan bella, tan delicada?
Lore tenía el estómago en un nudo,
los nervios convertidos en un temblor
que ni el agua pudo aplacar aquella mañana.
Aun así, se presentó erguida, firme,
con la serenidad de quien ya no pide justicia: la encarna.
Antes de que declararan los testigos,
ya había causado sensación.
Con esa mezcla suya de humildad y de gracia,
conmovió incluso a los más fríos del estrado.
Mi hermano, Chemi —abogado de toga y alma gastada—,
me contó luego que en esos juicios,
a veces, los juristas desarrollan una sensibilidad distinta,
como si la belleza revelara lo que la ley calla.
Pero la verdad —la verdadera—
es que si Lore hubiera sido fea, o gris, o torpe,
el delito habría sido el mismo.
Porque la violencia de género
no se dirige contra la belleza, sino contra la existencia.
Atenta contra el derecho de ser,
de respirar sin miedo,
de no ser reducida a objeto o advertencia.
Y, sin embargo, fue su voz —no su rostro—
lo que finalmente los dejó sin aliento.
Cuando habló, cuando articuló el dolor con lucidez,
la sala entera comprendió que inteligencia y belleza
no sólo son compatibles: son la misma forma de resistencia.
Terminada la vista, Lore salió sin mirar atrás.
No quería cruzarse con su agresor.
No quería compartir ni el aire.
Afuera, el sol la esperaba.
Y por primera vez en mucho tiempo,
la justicia pareció tener rostro humano.
leopoldo
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