—Iba a pedírsela, pero como no me la iba a dar, se la robé sin más.
«Aquí podrás poner los cinco porros de cada día», dijo Hicham, mi acogido, con la naturalidad de quien reparte rituales.
¿Quién me asegura que el hachís triple cero que me consigue es el mejor del mercado?
—Cultivado y paleado en Chefchaouen, propiedad de los padres de un amigo—, añade él, como si nombrar el lugar fuera invocar calidad.
Tiene un mercado muy selecto. Y yo, que de selecto no tengo más que la vergüenza, lo acepto.
Desde que trabajo integrado con el colectivo inmigrante árabe, consumo —moderadamente, casi por costumbre— el mejor cannabis de la península.
No escribo la apología de la droga: sólo describo cómo, en la ciudad, ciertos humos se han vuelto acompañantes de la creación.
Me ayuda a escribir.
Actúa como un lente que intensifica lo erótico y lo cotidiano, que alarga las respiraciones, que retrasa el cierre inevitable de los cuerpos.
Abre el apetito después de los preliminares de una cocina serena; regala lecturas plácidas —poesía, sobre todo— y vuelve las palabras más pacientes.
Y sin embargo hay un espejo: el hurto pequeño de mi hijo acogido me dejó ahora con una pitillera, un objeto trivial que contiene la clandestinidad entre metal y tela.
Con ella, puedo sacar la droga de casa guardada, sin alharacas, como quien saca la memoria para revisarla.
No es heroísmo ni catástrofe: es un fragmento más de la vida que me escribe.
Y en cada calada hay una duda y una ternura: ¿qué parte de lo que llamamos inspiración es simplemente el humo que nos envuelve?
leopoldo
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